Hoy quiero regresar a un tema del que ya hablé hace un tiempo en una entrada anterior: las raíces de la discriminación, uno de los grandes problemas sociales de nuestro tiempo. Vivimos en una sociedad cada vez más globalizada y, sin ningún género de dudas, eso ha contribuido a un desarrollo positivo de los pueblos y las culturas a través de la interacción y la colaboración. Los grandes avances en materia de derechos humanos y del estado del bienestar han venido motivados, en muchas ocasiones, por la cooperación internacional y la colaboración intercultural.
Pero hay que ser realistas: la globalización y la mezcla de culturas, sociedades y razas también conlleva la resistencia de determinados grupos de individuos, que se niegan a aceptar la diversidad y cuya respuesta ante dicha globalización suele ser bastante negativa. Basta con prestar atención a los medios de comunicación para ver cómo los países se resisten a la entrada de inmigrantes, cómo los ciudadanos rechazan prestar ayuda a personas que huyen de la guerra y el hambre en busca de un futuro mejor o, a menudo, cómo se producen episodios violentos a nuestro alrededor de carácter discriminatorio o racista.
Las raíces de la discriminación son algo sencillo
Cuando pensamos en la discriminación, en el racismo o en cualquier tipo de manifestación separatista o xenófoba, siempre nos vienen a la mente grandes movimientos que han marcado la historia del ser humano, como el nacismo, el Ku-Kux-Klan o similares. Pero, en realidad, esto son sólo manifestaciones muy extremas de un problema de fondo. Las raíces de la discriminacion, del odio a lo externo, están mucho más cerca del día a día de cualquier persona. No hace falta echarle mucha imaginación para pensar, en este mismo momento, en diferentes manifestaciones de la discriminación, a cualquier nivel: en colegios, centros de trabajo, grupos o colectivos de cualquier tipo… Las raíces de la discriminación están presentes desde el mismo momento en que el individuo se relaciona con ese «mundo exterior» que amenaza el «yo y lo mío».
Ahí es donde radican realmente las raíces de la discriminación: en la lucha continua del ego por ser más y tener más. Cuando la historia personal se convierte en una competición por acumular más posesiones, por tener más prestigio o, simplemente, por mantener una zona de confort en la que el «yo» se siente cómodo, el rechazo a todo lo externo, a todo lo que amenace de una forma u otra esa zona de confort será más que evidente.
La manifestación de la discriminación es muy fácil de observar, pero las raíces de la discriminación suelen ser más esquivas, porque están ocultas en lo más profundo del individuo. Piénsalo detenidamente, con sinceridad y responde a esta pregunta: ¿aceptas tal como es el mundo que te rodea, con sus cosas buenas y malas? ¿Aceptas que personas de diferente condición, de otras culturas o de otras razas estén cerca de ti? La primera respuesta es muy sencilla: «sí claro, yo no soy racista». Pero no lo tomes tan a la ligera. Piénsalo detenidamente: ¿realmente aceptas todos los cambios que se producen a tu alrededor, o te resistes a «perder tu posición»?
Si queremos encontrar las raíces de la discriminación y cortarlas de verdad, hemos de ser sinceros con nosotros mismos y dejar de «aparentar que somos muy santos». Pero recuerda: no se trata de juzgarte y castigarle por lo mala persona que eres. Al contrario, el hecho de ser consciente de cómo surge ese rechazo hacia lo exterior ya te está abriendo una posibilidad para aceptarlo, para dejar de odiar y para aceptar la vida que te rodea. Ese es el primer paso para poder aceptarte a ti mismo, porque tú también eres parte de la vida. Y amar significa unir, nunca separar.