Uno de los temas recurrentes en cualquier filosofía oriental es el origen del pensamiento y cómo aprender a controlarlo. Sin embargo, una vez más conviene empezar por el principio, analizando qué es el pensamiento y de dónde surge, para entender cuál es su verdadero papel en nuestra existencia.
El pensamiento involuntario surge de la memoria, como reacción al entorno
Se dice que, en la antigüedad, los hombres creían que los pensamientos eran «voces de los dioses», porque comprendían que no eran algo voluntario ni controlado, sino que surgían de manera espontánea en sus mentes, obligándoles a hacer cosas que a menudo no querían. Esta es una muy buena analogía del origen real del pensamiento, pues es un proceso involuntario la mayor parte del tiempo.
Es muy sencillo comprobar, si observas tu mente durante unos instantes, cómo los pensamientos surgen sin que tú los controles o los evoques. Simplemente surgen de la nada. Pero si mantienes una atención tranquila y no los juzgas ni intentas controlarlos, podrás ver algo más: los pensamientos siempre están creados a través de recuerdos. Estos pensamientos involuntarios nunca son nuevos, sino que están formados por palabras, formas, imágenes, sonidos, olores, emociones… Aunque parezcan dar respuesta a las situaciones nuevas que se presentan ante nuestra mente, no son más que registros almacenados en la memoria, que surgen como algo aparentemente nuevo, pero simplemente repiten una y otra vez los mismos patrones y juicios.
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Los pensamientos surgen y desaparecen sobre un fondo de silencio inmutable |
Sin estímulo no hay pensamiento
La mente humana es una «máquina de reacción», que intenta dar respuesta a cualquier estímulo, ya sea una forma externa a la que «pone nombre» o la propia voluntad de no tener pensamientos, que también generará ideas y opiniones sobre cómo conseguirlo.
Uno de los principios de la meditación es la búsqueda del vacío mental, que no es otra cosa que la ausencia de pensamientos involuntarios. En ese espacio vacío es donde la verdadera conciencia surge como lo que es: un espacio sin atributos ni características mentales. Para ello, la atención tranquila, sin juicio ni reacción, debe ser capaz de crear el espacio idóneo para que la mente no perciba estímulos externos, dejando de reaccionar a los sentidos y centrándose en el espacio vacío interior.
Ese es el estado ideal de la meditación: la ausencia de pensamientos involuntarios y reactivos. Pero para llegar a ese estado no hay que tratar de imponer nuestro control y rechazar los pensamientos, porque eso generará nuevas reacciones mentales, dándole más fuerza a ese «yo» que aparentemente los crea y los juzga. Sin pensamientos repetitivos no existe ese «yo», pues en una mente vacía no existe la historia personal, ni los jucios, ni los problemas ni el sufrimiento. Sólo la quietud del ser; la atención despierta.